¡Cómpreme un
estropajo!
Cierto día, por la mañana, acertó a entrar a las oficinas donde trabajo, un sujeto de avanzada
edad, su rostro cetrino surcado por
innúmeras arrugas dejaba traslucir una vida colmada de sufrimientos,
insatisfacciones y amarguras, su cabello nevado por el tiempo confirmaba lo
anterior.
Con paso incierto avanzaba por
entre las filas de escritorios, donde, en un alarde de tecnología, descansaban
las modernas computadoras.
Vestía nuestro personaje a la
usanza de la gente del campo; sombrero de palma, pantalón y camisa de sencilla
tela y guaraches de tosca correa, no
quedaba duda de su humilde condición.
Portaba un fardo de estropajos de ixtle – el estropajo de ixtle como
recordarán mis apreciados lectores, es un enredo de fibras blancas que se
obtienen de las hojas de agave o maguey—y antaño era utilizado para restregar
la piel a la hora del baño y también fue muy utilizado para tallar los trastos
de cocina al lavarlos.
Dirigióse el sujeto a Rocío, una de
nuestras compañeritas, para ofrecerles su mercancía con un suplicante:
--Cómpreme un estropajo señorita –
A lo que nuestra compañera entre
asombrada y perpleja no supo que contestar puesto que ni siquiera sabía que era
un estropajo y mucho menos para que servía.
Y es que la modernidad con su paso avasallador, desbancó entre otras muchas cosas al ixtle, producto natural, por
las consabidas fibras sintéticas.
En la actualidad estamos saturados de productos que han venido a
desplazar a nuestros utensilios tradicionales que eran sobre todo de origen
natural.
El estropajo, que en este caso nos ocupa, ha sido
sustituido por una especie de tela plástica fibrosa de origen oriental que
inundó nuestros mercados. Lo anterior es sólo una pequeñísima muestra de cómo
la tecnología ha deformado nuestras costumbres y nuestra economía, puesto que
al no adquirir los productos artesanales, en este caso el estropajo,
perjudicamos más la economía de gente humilde, de nuestros campesinos que con
mucho trabajo arrancan al campo algunos productos que desafortunadamente no
pueden hace frente a la mercadotecnia
y a las fabulosas campañas publicitarias donde se nos dice, se nos ordena, como
hemos de vivir, que hemos de comer, usar, etcétera, robándonos así nuestra
propia identidad nuestra idiosincrasia.
Desde luego no estoy en contra de
lo moderno y sus avances, puesto que muchos artefactos actuales hacen más
ligero el trabajo y más placentera la existencia, pero no debemos olvidar lo
nuestro, lo propio, lo que nos heredaron nuestros ancestros.
A nosotros, los adultos a quienes
ya hemos transitado más de la mitad del camino de la vida, nos corresponde, es
nuestra obligación; el transmitir, el dar a conocer, el enseñar a amar y
defender lo nuestro, objetos, costumbres, tradiciones, ritos, etcétera, a las
nuevas generaciones y permitir, que al lado de la modernidad y sus avances, conviva
lo tradicional, lo propio, sólo de esta forma habremos de cumplir con la sentencia que dicta: “Enseñar al que no
sabe”.
Mientras tanto nuestro sujeto ya se aleja, después de
haber logrado vender algunos estropajos en la oficina, mismos que fueron
adquiridos más por curiosidad y el deseo de ayudar, que por su utilidad.